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Trece años se van volando, recuerdo cuando cabía en la palma de mi mano y empezaba a dar indicios de que iba a ser una reverenda inquieta, así lo fue. Los días se tranformaron en años de convivencia diaria y te das cuenta que ya es parte de la familia. Salir a diario por el barrio se convirtió en complicidad, yo tomando un respiro del día y ella por ahí buscando aromas en la hierba. Bañarla era una batalla campal, sin mencionar la forma tán sutil de conseguir lo que quería con su muy ensayado teatrito de arrumacos y miradas de perrilla maltratada -era una cabrona-. Hoy no quería llegar a casa, saber que no estaría esperando escuchar mis pasos para salir a dar la vuelta fue algo que me provocó mucha tristeza. La sensación es indescriptible. Presentía que llegaría este día en un post de hace algún tiempo. La extraño mucho.

Se me viene a la mente cuando era una cachorrita y aún estaban sus cinco hermanitos, eran como las ocho de la mañana de un domingo, Edson y yo estabamos aún ebrios por la bohemia de la noche anterior, grave error dejar la reja abierta y ver salir seis bolitas de pelo corriendo a la carretera, entre la maldita resaca, gritos y ponernos el disfraz de agente de tránsito recuperamos a cada uno de los inexpertos perritos.

Recuerdos así mitigan por momentos la tristeza que ahora cala. Toda una historia que guardaré a mi manera. La ruta de los vínculos con los seres queridos está amenzada por los riesgos, nos deja expuestos ante la pérdida -jodidamente expuestos-.