Caminas por la calle pasadas las ocho de la noche y te encuentras de frente un globo trastabillando de aquí para allá simulando uno de esos días en los que te has puesto hasta la madre de briago ronroneando sin rumbo aparente. Lo tomas entre tus manos, es de un amarillo huevocanariocalabazadebebé y recuerdas -entonces- aquellos días en los que tus jefes te compraban uno cuando ibas al parque o cuando escuchabas entre alharacas de las fiestas familiares el pitido del "globero" atravesando la cuadra.
Entre el gentío un niño viene en dirección tuya con los ojos a punto del llanto, se detiene, te observa arremangándose el moco salado que baja hacia su boca. Sonríes, obsequiándole su extravío en pretérito, mientras tu mente se aloja en la infancia y sientes que algo va cambiando en tí como cuando agitabas el cordón que pendía de aquellos globos que golpeabas una y otra vez en repetidas ocasiones hasta el infinito. Te intriga, será que aquella sensación hace mucho que la has perdido o será que ya no estás en la primaria y que en la vida las cosas no son tan simples o ya no es tan fácil para tí notarlas.
Te toma la mano y como letra de cambio te regala un dulce, asientes con la mirada. Sale disparado, se pierde. Prosigues tu camino, encueras el dulce y te lo llevas a la boca. Vuelves la vista, lo observas a la distancia sin pizca de congoja, recapitulas el instante pues el reflejo del charco te dice que ya no eres el mismo...