Las mañanas frías ejercían drásticos cambios en su ánimo, algo así como puñaladas en un saco de boxeo. Los lamentos intestinales le recordaban la respetable cena que le había invitado su vecina la noche anterior y que hoy había pasado a mejor vida por la cañería del retrete. Asomó la vista por la rendija de la pequeña ventana del baño que da a la avenida, el cielo gris y el monstruo urbano aumentaron ese sin sabor que le va perdiendo uno a los días de vez en cuando. Regresó al reflejo en el espejo, una a una colocaba las herramientas para la metamorfosis acostumbrada. Salir al mundo envuelto en otro yo es la forma más cortés de no salpicar tu inmundicia entre extraños, tenemos que guardar algo para nosotros, si no ¿de dónde nos agarramos? ¿quién carajos sale a la calle completamente desnudo? Eran sus preocupaciones constantes, mientras el delineador surcaba el límite del ojo derecho y reflexionaba como tantas otras veces. Trasladar todo al papel sería la ocasión para descansar un poco la mente, quitarle el peso, pero desde el momento en que uno plasma en palabras su experiencia algo se pierde para siempre – meditaba- delineando en el reflejo el ojo izquierdo. Dejarse de tonteras. Mejor olvidar el desvarío con labial rojo carmesí para la mueca perfecta. Maquillar los surcos de los años escondiendo los motivos por los cuales ha llegado hasta ahí. Darle vida a un par de chapas irreverentemente pintarrajeadas para captar la atención del espectador. Enfundarse en la vieja peluca arcoíris como premisa de un puente que se debe cruzar para encontrar eso que seguimos a tientas. Guantes blancos para no ensuciarse de la vida. Nariz enorme para acentuar el sentido del olfato que ha perdido el rastro por las cosas grandes que se resbalaron de las manos. Traje despampanante para reafirmar su falsa modestia. Medias deshiladas reflejo de su verdadera condición, roto. Zapatos gigantes para pisar con fuerza la cotidianidad y no dejar desapercibida su existencia. Bolsa repleta de aros, pelotitas, listones, mascadas multicolor y una que otra sorpresa para deleite del que busca consuelo transitando. Todo queda listo en cuarenta y cinco minutos que toma prestados del reloj entre bocanadas de humo y sorbos de café. A las nueve de la mañana el espejo ha parido al híbrido que lo acompaña desde hace ya varios años en aquel crucero de las calles independencia y porvenir.
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